Iluminar los sentidos

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Como me indicaron, entré por la entrada impresionante y diminuta. Desaparecí en la oscuridad de la cueva tras abismar sus fauces. La luz de una lámpara, que protegía un único espacio, transfiguraba lo regular en dramático con su juego de sombras siniestras. Un anciano como un olivo sapiencial trajinaba su artesanía allí. 


Fue su despiste o su hosquedad quien ignoró mi presencia. Por un instante, entre fríos fantasmas, temí ser una sombra. Anhelando que denunciara lo contrario, acudí al amparo de la luz. El suelo duro y sin calor posible no dudó en robármelo: caí en mi camino hacia la vida. Retomé mi designio sin confiar en la vista y sí en el tacto para no devolverme al solitario piso.


Mis manos, imaginé, palparon multitudes apagadas que esperaban la luz para existir; mas usé la mía como remedio: libros áridos e importantes, instrumentos peludos, texturas calladas y metales helados. Me empeñé en escoltar uno para desvelar su figura ante el sol de la ilustración. 


Noto en el pie un primer calor del efluvio luminoso que, progresivamente, revela mi cuerpo. 


La aparición de mi contorno consigue su atención y el rostro arrugado derrapa hacia mí sin cambiar su expresión trabajadora. De repente, corrige su semblante para mostrar alborozo. Alza la mano con gesto aletargado y señala mis manos. En mi encuentro con ellas conozco el objeto custodiado: un pincel menudo y frágil.


Detecto su deseo. Le cedo el pincel. Después, lo blande contra su ocupación en un centelleo poseído. Pálpitos. Miradas furtivas. Miradas que atraviesan el alma de soslayo. Silencio.


Al detenerse, un suspiro emana de sus labios terrosos y ablanda su faz. Sin mucho esfuerzo, logro divisar la causa de su fruición: me estaba retratando. Me había concedido la vida con su propia luz. Asustado por la sorpresa, enarbolo la lámpara fulgurante hacia mis espaldas: descubrí un espacio vacío que, no obstante, era el mejor lugar para imaginar.





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