Maquillaje y fragilidad


Maquillaje y fragilidad



Maquillar deriva de su uso acepciones como esconder, tapar, cubrir u ocultar. Ciertamente, todos estos adjetivos suenan peyorativos cuando se refieren a la intención porque consideramos el acto de disimular como una traición a nuestra conciencia: nos adulteran la realidad y la llenan de disfraces y capas sobre capas que no somos capaces de penetrar, sólo de persuadir. Quizás todos poseamos un instinto filosófico que se afana en la búsqueda de pequeñas verdades y, por eso, los maquillajes nos estorban.

En un primer instante, su belleza fementida nos seduce al igual que un canto de sirena o un discurso político. Con el tiempo, la costumbre nos insensibiliza y empezamos a sentir desprecio por la fuente de mentiras. 

¿Es acaso el maquillaje una práctica deplorable? No es más que el acto de embellecerse y ganar confianza inmediata; sin embargo, si no somos capaces de aceptar lo que la capa de pintura ahoga, como si fuéramos polifacéticos, no distinguiremos nuestro rostro real o, más bien, renegaremos de nuestra cara.

En última instancia, el maquillaje es un acto libre e inofensivo para los demás y, por tanto, nadie debería albergar odio hacia él. Algunos, muy erróneamente, encierran y delimitan el maquillaje al uso de cosméticos. ¡Craso error! ¿No es la deliberación diaria del conjunto de ropa un preludio de otro maquillaje? ¿No lo es nuestra personalidad variable al contexto? ¿Y qué tal los cortes de pelo, los adornos, los pendientes, esas gafas psicodélicas y el coche jadeante? Por no hablar de las fachadas que edificamos en nuestros perfiles digitales subiendo sinsentidos.  

Mentir es nuestra herramienta expresiva esencial; no obstante, cuando ella nos engaña también a nosotros, caemos en la irrealidad. 

Qué continúe la labor del maquillaje, pero con la idea de que algún día, como nieve que se derrite, las capas que nos amparan se desvanecerán como un hechizo (pues no es más que eso) y tendremos que tragarnos el susto frente al espejo: somos animales cobardes.

Y, ¿de dónde viene la necesidad de ocultarse? Evidentemente, por la sensación de protección que otorga. Pero ante este efecto debemos preguntarnos cuál es la amenaza que nos induce a tal defensa. Yo contestaré que son los cánones y los prejuicios de la sociedad. Nunca olvidemos que la estética está sujeta a la subjetividad y que algo bello no lo es inherentemente, sólo virtualmente. Es el conocimiento lo que desarrolla y mejora nuestra concepción de la belleza y algún día rescataremos la noción de que no es lo que se oculta ni disfraza, sino lo que se jacta de su existencia y olvida los presuntos defectos.


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