El vuelo del moscardón

 

El vuelo del moscardón

La oprimí con el pañuelo y comprendí la tragedia de la vida. El punto negro e inofensivo del techo me suscitaba incomodidad. Ciego por el capricho y el instinto natural, fabulé que su presencia era intolerable y determiné extinguir su vida. 

Me inspiré en el frío cálculo del asesino cinematográfico para escoger mis herramientas de tortura: el zapato tenía contundencia, pero hollaría el lugar del crimen y no quería dejar pistas; la toalla era más atractiva, aunque corría el riesgo de ensuciarla; el cojín, por su acolchamiento, apuntaba al resultado más inmaculado. 

Meterme en la mente de la víctima no fue difícil. Se afanaba en perseguir la calidez de cualquier fuente luminosa como si saciara su sed vital; sin embargo, yo hago lo mismo. Mi vida es un desechar y acoger esperanzas que se encienden o apagan azarosamente, pero sigo detrás de luces que me encandilan: el perseguido no siempre es la víctima. 

Alzo el cojín y lo muestro con respeto a mi enemigo para avisarle del trance. Antes del ataque, los primeros movimientos no son sino abanicos de calentamiento; en su diminuto mundo, deben ser turbulentos alientos de dragón. El tamaño de la pequeña criatura le confería una gracilidad etérea y difícil de aprehender.

Tras tantos golpes vacíos—pensé—, quizás soy solo un pasatiempo para la contumaz acróbata, tan apegada a su caliente ilusión. Eso sí que no, no podía permitir que un miserable punto ofendiera mi orgullo. El fuego se prendió dentro de mí e, impelido por el brío que confiere la competitividad, logré aterrizar un almohadazo en el blanco burlón.

Me demoré en buscar el minúsculo cadáver un buen espacio de tiempo al igual que el niño que busca conchas en arenas de la infancia. Lo encontré aún vivo. Moribundo, se agitaba repulsivamente. A lo mejor, si pudiera dedicar unas últimas palabras, pediría un sepulcro bajo la luz que la perdió. Puede que ahora le bañe una luz distinta.

Asqueado, recogí el fino cuerpo con un pañuelo y lo miré fijamente. No me atrevía a aplastar a la inocente mosca que agonizaba con sus patitas. Las movía como batutas que dibujan la melodía de un estertor. Aunque la compasión me frenaba, su final era seguro y mi tardanza, cruel.

La oprimí con el pañuelo y comprendí la tragedia de la vida.

Una contienda ciega, pues vivir es danzar una música secreta, atroz pero amorosa: el vuelo del moscardón.




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