Origen de los nombres

 Origen de los nombres

¿Por qué nuestros nombres son apenas prácticos? Si pensamos en los orígenes de la civilización o, incluso, en las tribus o sociedades subdesarrolladas de la actualidad, ¿no es lógico suponer que vincularan los nombres con valores o realidades prácticas? «Pescador predilecto del jefe de la tribu del noroeste», «Encargado de avivar el fuego en las noches de invierno», «Atleta con el segundo salto más potente» serían nombres que describen una función o facultad de la persona. Si bien suenan tristes y aburridos, ofrecen la hipótesis de un uso primigenio simple y realista de los nombres propios.

Esta reflexión ignorará cualquier demostración científica del verdadero principio de los nombres, pues discurrirá por la vía de la contingencia y la imaginación para comprender mejor esta cuestión. 

Aunque los nombres actuales pueden proceder de un significado bíblico, cultural o político, nadie lo considera y, por tanto, cabe esperar que en el presente tienen otra interpretación. Pensar en un nombre como un envoltorio vacío de sentido es una idea inconcebible, pues las palabras siempre expresan algo. Por otra parte, como los nombres no suelen coincidir entre distintos individuos, sirven como rasgos singulares e irrepetibles. La propia gramática enfatiza los nombres propios con mayúscula para separarlos del resto de nombres comunes. Su referente real es único. 

Entonces, ¿qué pueden representar los nombres propios? Mi respuesta es que son contraseñas. 

Los nombres propios no los escoge quien es nombrado, sino una autoridad que imprime su huella y su presencia con la decisión del nombre. La firma de la firma ajena. De lo anterior, es deducible que el nombre de una persona no refleja la voluntad, el pensamiento ni las preferencias de quien lo porta. Por eso, los nombres no son más que contraseñas, generalmente paternas, que simbolizan un valor o idea secretos. Son, además, una marca de posesión que certifica que alguien es padre o tutor de otra persona. 

No existe imagen más romántica que la de dos padres enamorados al amparo de la lumbre mientras el crepitar del fuego se funde con el ruido de sus pensamientos y la escena se congela con el encuentro de sus miradas; y de repente, por la magia de las casualidades y como por sentencia divina, la madre profiere un eructo cuyo sonido ambos enlazan con el parecido de un nombre. A raíz de este suceso, deciden nombrar a su futuro hijo con esa ocurrencia, como el recuerdo de la felicidad hogareña y la beatitud imperturbable. 




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